Una
de las cosas que más están dando que hablar, en nuestro calamitoso
tiempo de crisis y en esta España de tantos problemas y tantas
corrupciones, es el hecho de que la Iglesia Católica sea una de las
pocas instituciones que no han sufrido recortes, ni económicos, ni
legales, ni fiscales.
La Iglesia, dicen ahora algunos medios,
quizá tendenciosamente, “no tiene que apretarse el cinturón”. ¡Hombre!,
decir esto, así, sin más, resulta tendencioso. Porque los hombres de
Iglesia (y las monjas), a fin de cuentas, son españoles. Y aquí no hay
ni un solo español que no esté sufriendo las consecuencias de la crisis.
Lo que pasa es que, como bien sabemos, no todos los españoles estamos
cargando con las consecuencias de la crisis por igual. Y, en este
sentido, es evidente que las “personas consagradas” están siendo
también, en asuntos de bastante peso, “personas privilegiadas”.
Yo sé que es desagradable hablar de este asunto. Lo que ocurre es
que, si uno mira hacia atrás, y se pone a recordar lo que dicen los
evangelios sobre el tema del dinero, se queda pasmado. Porque es
tremendo el lenguaje de Jesús sobre este asunto. No, ciertamente, sobre
la “producción” de bienes de uso y consumo, sino sobre la “distribución”
de la riqueza. Parece bastante claro que Jesús se dio cuenta de que el
afán por el dinero, legitimado y justificado como medio o instrumento
para hacer apostolado, es uno de los engaños más peligrosos que padece
el clero. Jesús mandó a los apóstoles que fueran a evangelizar,
ordenándoles que no llevaran ni calderilla. Que se fueran a la tarea con
lo puesto y nada más. A juicio de Jesús, el dinero es un estorbo, si lo
que se pretende es hacer presente en este mundo el Reino de Dios.
No digo estas cosas como perorata para exhortar a la ejemplaridad. El
problema es mucho más grave. Lo que está en juego no es la
“ejemplaridad”, sino la “autenticidad” de quienes pretenden hacer
presente, en este caos de miserias e injusticias, el recuerdo de Jesús.
La crisis se ha hecho ingobernable porque la corrupción y la
desvergüenza han llegado a donde no podíamos imaginar.
Así las cosas, esto no se arregla sino mediante una regeneración
ética del tejido social, empezando por quienes en él tienen mayores
responsabilidades, sobre todo en cuanto se refiere a responsabilidades
de orden moral y de integridad ciudadana. Y en esto, es evidente que los
responsables de la Iglesia tendrían que ser los primeros en aparecer
como los más y mejor dispuestos a afrontar una forma de vida, que sea
transparente y que se convierta en un reclamo para todos los que
buscamos más nuestra ganancia que remediar las desigualdades sociales y
el sufrimiento de los que peor lo están pasando.
Y quiero dejar constancia – antes de seguir con el tema – que en mi
vida he tenido la suerte de conocer, y muchos conocen, obispos que son
hombres ejemplares, que han dado y siguen dando lo mejor de sí mismos,
algunos de ellos hasta dar la propia vida y, por supuesto, con una
integridad y una ejemplaridad que jamás podré olvidar. Así lo he
palpado, en no pocos casos, lo mismo en España que en otros países de
Europa y en América Latina.
En todo caso, y dejando claro y firme lo que acabo de decir, no creo
que sea demagogia barata afirmar que me encantaría ver el día en que la
Conferencia Episcopal Española tome la decisión de que todos los obispos
conviertan sus palacios en centros culturales al servicio de la gente,
que se vayan a vivir como cualquier vecino en cualquier casa o piso
alquilado (como ya he visto en más de un caso), que se despojen de
mitras, báculos y ornamentos dorados, que viajen en los autobuses
urbanos o de línea, como todo ciudadano que no pretende ir por la vida
como un notable, que cada año den cuenta detallada del dinero que
ingresan y del dinero que gastan, que sean amigos de sus sacerdotes, que
renuncien a todo lo que sean privilegios, que vivan con sencillez.
Y, sobre todo lo demás, que las grandes preocupaciones de cada obispo
fueran las mismas que se palpan en cada página del Evangelio: la
preocupación por los pobres, por los que sufren , por los enfermos, por
lo que preocupa a quienes se ven peor tratados por la vida. Ese día,
esta Iglesia empezaría a tener una fuerza de transformación en la
sociedad que ahora mismo, por desgracia, no tiene. Si es que de verdad
tenemos fe – en este año de la fe que ha proclamado el papa -, ¿no
estaríamos viendo el renacer de una Iglesia, que sería levadura en la
masa, como dijo el Señor?